Crac, crac, crac...

Y entonces me separo del árbol que me había dado cobijo durante todo un verano, y me caigo lenta pero decidida hacia una muerte segura contra el asfalto. No os voy a mentir: siento pánico al notar cómo los leves movimientos del viento me ondean dulcemente. Siento, de repente, toda mi pequeñez reflejada en el "crac" que se oyó debido a mi peso o a esa ráfaga de viento más fuerte que las anteriores o, quizá, al otoño que este año ha llegado más pronto de lo habitual según decían los pájaros que se suelen posar en las ramas a las que pertenezco. Noto como el viento me mece, me mueve lentamente al compás de una música infinita que sólo Dios sabe tocar los primeros días del otoño. De pronto el ritmo aumenta, me zarandea, me da mil vueltas. Estoy perdiendo el sentido, me alejo más y más de mi dulce hogar, de la seguridad de mis ramas, mis pájaros, mis nubes. Y me siento sola, tremendamente sola. Me duele allí donde sonó el "crac" y cada una de mis venas que parecen decirme que no sobreviviré mucho más; que estoy a merced del viento, de ese niño que pasa justo debajo de mí en este momento y que no me mira, que no le importo. ¿Cómo es posible? ¿Es que acaso no me ve? ¡Ayuda! ¡Socorro! Nada... El niño no me ha visto, ha mirado a través de mí, ha esbozado incluso, he creído ver, una sonrisa triunfalista.
- "¡Mira mamá, empiezan a caerse las hojas de los árboles! Pronto estará todo lleno de hojas secas y podré saltar encima y oír ese "crac, crac, crac" que tanto me gusta."
Yo sigo cayendo, ya sin fuerzas para intentar resistirme, consciente de lo fugaz que ha sido mi vida, de que mi muerte no acabará con mi sufrimiento, que toda mi especie está condenada, que cuando me pisen se oirá "crac, crac, crac" como cuando caí del árbol, pero mucho más doloroso aún... Consciente de que no importa lo lejos que me lleve el viento, siempre acabaré siendo pisada, olvidada, tan insignificante...

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