Historias reales basadas en lo que queda de mí

De pequeña lo jugaba todo a suertes. La verdad es que era todo más fácil ya que las decisiones que tomaba entonces tampoco tenían gran relevancia: escoger entre una nube de gominola o un regaliz rosa, subirme al columpio o tirarme del tobogán... no eran lo que se dice asuntos de estado. Aún así, guardo desde la infancia un recuerdo muy bonito: cuando no sabía qué quería solía echarlo a suertes, cualquier cosa en la que tuviera un poco de duda: echaba una moneda al aire, jugaba a pinto pinto gorgorito, cerraba los ojos y daba vueltas para señalar algo sin mirar... cualquier cosa que me mostrara cuál era la solución a mi gran dilema. Lo hacía, en realidad, no porque quisiera saber qué me deparaba la suerte sino porque en ese mismo segundo en el que tenía los ojos cerrados me daba cuenta de lo que quería de verdad.
Yogur de fresa o de plátano: ponía los dos yogures encima de la mesa, los movía muy rápido sin mirar y el que tocara a la derecha era el que me tenía que comer. Pero siempre en el mismo instante que estaba moviendo los yogures me daba cuenta del sabor que más me apetecía, de si realmente tenía más ganas de salir al parque o quedarme en casa viendo la tele...
Aunque vosotros podéis pensar que no eran necesarias todas esas tonterías para saber qué es lo que quería, para mí era (y es) totalmente necesario.

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