Cajitas de colores

Hay pocos recuerdos que me hagan suspirar así que, los que tengo, los guardo con delicadeza en cajitas de colores con lazos fluorescentes en mi mente (¿en qué otro lugar podría hacerlo?) Su mirada, su aliento, su cuello, sus palabras sin sentido. Y se abren sin querer cada vez que alguien pasa la mano por mi cintura, veo cualquier película con final feliz imposible en este mundo, leo frases de enamorados antes de que descubran de que el amor dura dos años, cuatro meses, tres días y mil dos cientos treinta segundos, o simplemente alguien dice su nombre en cualquier esquina.
Y vuelvo a empezar si descubro un mensaje suyo en mi móvil, o su número en una libreta de teléfonos, o si algún conocido despistado me pregunta por él.
Y las cajitas a veces ni siquiera necesitan esos estímulos, algunas se abren solas cuando hay un viento muy fuerte, y otras con la lluvia se mojan tanto que se me están olvidando algunas cosas a pesar de mis esfuerzos por sacar cada recuerdo, extenderlo al sol, y procurar que no se difumine el color de la ropa que llevaba el primer día que le conocí o lo que me dijo la primera vez que alguien por la calle nos confundió con una pareja.
Las cajitas están amontonadas en un rincón donde nunca hay polvo (las abro demasiado a menudo) y por el momento cumplen bastante bien su función de mantener alejado sus recuerdos de mí por lo menos algunas horas al día.

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