De terciopelo.
Últimamente la felicidad invade todo lo que hago. Y no esa clase de felicidad con sabor amargo que solía inundar mi vida en los mejores momentos, sino una felicidad dulce, de terciopelo, de esas que sólo aparecen en los cuentos de hadas o en las películas americanas (donde, como sabéis, las chicas no tienen problemas más allá de si Mike les invita al baile o si les queda bien el vestido de la graduación). No os riáis, esa felicidad existe. Puedo demostrarlo. Era tan fácil como olvidar poco a poco todo eso que me ataba a lo cotidiano, cambiar la anodina indiferencia ante la vida que veía pasar sin inmutarme por una simple mirada de curiosidad, una oportunidad a todo eso que desechaba sin haberlo pensado en realidad. Es un simple “clic”. Un cambio en la forma de ver la vida, de entender el significado de una sonrisa a un desconocido o el temor liviano a no alcanzar el metro aún cuando sabes que va a pasar otro dentro de 2 minutos. Por supuesto que tengo problemas más serios, y muchos. Algunos metafísicos y, podríamos llamarlo, “intrascendentes” y otros más serios y, como dirían los materialistas que me rodean, “preocupantes” pero la verdad: nada me importa más ahora mismo que el hecho de que un mechón de mi pelo me acaricie la mejilla mientras escribo, o que sé que al otro lado de una pequeña pantalla alguien está esperando a que termine de escribir para hablar conmigo de cualquier cosa; desde el inquieto mechón de pelo que ahora me he colocado detrás de la oreja hasta el sentido de la vida. Y volvemos a las andadas, como decía antes: “puedo demostrarlo”. Sé que la felicidad, la de gominola, la que probablemente tú mires por encima del hombro con aire de superioridad del que cree que esas cosas no existen porque nunca las ha probado, esa felicidad, la que se escribe en mayúsculas y subrayado, no aparece todos los días, no nos invade de repente y sin motivo. Sé que hay que cuidarla como a un niño, tratarla con cariño y mimarla para que no se vaya. ¿Y qué creéis que voy a hacer?
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